Hoy me levanté con la firme convicción de tomar el desayuno con una buena taza de café con crema mirando cómo salía el sol por la ventana este de la cocina. ¿Para qué? Para nada. Es solo una de esas conquistas personales que nos imponemos en la cotidianeidad de una rutina que pide ser quebrada. Pero como toda estupidez que valga la pena llevarse a cabo inicié con los preparativos: Miré por la ventana, estaba sucia de telarañas y veteada. Había café en casa, pero me faltaba la crema. Estaba antojado con ese café con crema batida.
Busqué el limpiador de vidrios donde siempre vive, un submundo de artículos que prometen derrotar la grasa y dejar todo brillante que descansa en la mesada bajo la pileta de la cocina pero lo encontré vacío. El amanecer sucedía ya y yo estaba en cuatro patas con la cola asomando por el pijama, sacando atomizadores vacíos de limpiavidrios con la gracia de un reparador de heladeras. Estaban ahí, sin azar, como quien los hubiera dejado a propósito. Claramente he sido yo pero me preguntándome en qué habré estado pensando en ese instante.
Se que hay una parte de mi que está lidiando con ser un acumulador y la otra con ser un ser antiecológico que se caga en el medio ambiente y no rellena los atomizadores con el repuesto económico que trae menos plástico, pero esta vez habían cinco atomizadores de limpiavidrios vacíos. Cinco. Uno para cada sector de la casa, para el baño, para la cocina, para la cochera y para el interior del auto. Porque todos sabemos que no hay nada mejor que armar una nube tóxica de limpiador dentro del vehículo cuando intentamos limpiar el parabrisas en medio del tráfico, durante lo que dura un semáforo mientras el sol nos ciega de frente y usando lo que haya de tela en el coche como franela.
Tomé todos los atomizadores y previo chequear el que mejor guardaba su gatillo (me sentí un pistolero) deseché cuatro y me quedé con "el mejor".
El amanecer ya era historia, así que puse proa al supermercado más cercano que está como a diez cuadras con una lista mental de tres simples artículos: una crema para mi café perfecto, un limpiavidrios para dejar esas ventanas relucientes y una caja de té para la tarde. Mientras cerraba la puerta de casa pude escuchar las carcajadas de las ventanas veteadas, vanagloriándose de su opacidad. Victoriosas ante mi fracaso como amo de casa.
Era sábado y los sábados en Carlingford son una ruleta rusa de jubilados y coreanas que enfilan para el super temprano a esperar a que abra sus puertas cerca de las ocho de la mañana. Están ahí dando vueltas con los dedos apretados en los changuitos, expectantes como un musher de trineos de nieve a punto de escuchar el disparo de largada.
Poco a poco las luces se encienden y los empleados abren las puertas y allí van los clientes octogenarios, lanzados con una velocidad indescriptible que dura entre cinco y seis metros hasta que ven la primera oferta. Y hasta allí les dura la prisa. Porque luego se ponen a boyar entre las góndolas, cotejando cantidades en los envases, precios, contenido, fechas de elaboración y vencimiento y cualquier otra cosa que pueda hacer de esa experiencia una estadía.
Yo no, yo estoy en una misión, tengo una lista que tiene tres cosas y no la he anotado porque me sentiría un verdader estúpido anotando tres cosas. Y se que soy un descerebrado la gran mayoría del tiempo pero me convenzo de que tres cosas todavía puedo guardar en la mente.
Esquivo el primer contingente cerca de las bananas de oferta, gambeteo el segundo contingente que no puede creer el dos por uno en leche larga vida y voy directo al sector de limpieza por el limpiavidrios. Uno de tres. El equipo está motivado. Voy a por el segundo y veo el sector de lácteos. Crema en el estante de abajo. Busco la crema y tengo el limpiador en la otra mano. Hay un festejo interior en mi cabeza mientras por el rabillo del ojo veo llegar a un cajero fresquito con la bolsita de cambio para abrir una caja registradora y me le voy al humo.
Pongo las dos cosas en la cinta, estoy por pagar y el tipo me pregunta. ¿Algo más? Y como quien ha entregado el exámen de manera anticipada sin haber leído bien las preguntas algo en mi se estruja. Me percato de que hay dos de tres productos en una lista de compras incompleta. Miro hacia el sector de desayuno y veo una caja de té que me saluda solitaria.
Se ha formado una línea de tres coreanas y un jubilado detrás mío que me cierran el paso que esperan impacientes para pagar. Discutimos, el cajero me invita a cancelar la compra. Miro los changuitos. Si dejo el lugar es media hora de espera. Si me voy es una victoria parcial. La Coreana de adelante se impacienta y me dice que de estar en su Nor Corea natal Kim Jong Hun ya me habría fusilado.
Pago, tomo el limpiador y salgo disparado.
Me meto en el auto putéandome por no haber hecho la lista en papel y googleo los síntomas de alzheimer temprano. Me intranquilizo mientras enfilo para la estación de servicio y cargo nafta. Rechequeo de estar poniéndole nafta de la que va, porque hay como tres tipos que no van con este motor, suplicando que mi cerebro aún sirva para las cosas básicas voy a la caja y pago. Y el cajero, un hombre gentil que tiene mucha cara de pakistaní me pregunta: -¿Algo más? De cortesía nomás le pispeo las góndolas del minimercado que funciona dentro de la estación y veo ahí mismo, al lado de los lubricantes, una caja de té, igual a la del super. Idéntica en cantidad y al doble del precio. Pienso en la cola del super, en no volver nunca más un sábado a torear a esa chusma de octogenarios y norcoreanos. Pienso, pienso rápido. Tomo el té en mi mano y me quedo en modo mercado de capitales elucubrando el precio por saquito y al volver noto que se ha formado otra cola de automovilistas que quieren pagar por combustible detrás mío.
Pago a regañadientes y con sobreprecio, convencido de que lo aleatorio en mi vida debe ser lo correcto, lo meto en una bolsa y vuelvo a casa. Ya son casi las nueve y media de la mañana. Me siento estafado, me siento estúpido y me siento feliz a la vez por haber completado la lista. Es la falsa alegría de quien se hace trampa jugando al solitario.
Abro la alacena y busco la caja de té para acomodarla en una caja que más que caja parece un muestrario de todos los sabores de té que haya visto el universo. Pongo los sobrecitos de té prolijamente, la cierro y vuelvo a ubicarla donde estaba en la alacena sin suerte, algo en el fondo del estante no me deja cerrar la puerta por completo. Saco una vez más la caja de las mil muestras de té una vez más y veo que detrás hay cruzada una caja del té que he ido a buscar al supermercado, cerrada, perfecta. Mi Yo del pasado me ha dejado ese presente pensando en que mi Yo del futuro le estará secretamente agradecido. Estoy ahí parado en la cocina con dos cajas idénticas, una abierta, una cerrada, una en cada mano, como un pelotudo. Me río, me preocupo por lo que pueda quedar de mis neuronas, me río aún más fuerte. Una parte mía está esperando que una de esas cajas desaparezca y me devuelva el tiempo y el dinero invertido. Se que es imposible, las acomodo nuevamente detrás de la caja de los mil sabores de infusiones, cierro la puerta de la alacena. Se que volveré a vivir esto en el futuro. Me resigno.
Busco el limpiavidrios y lo coloco debajo de la mesada. Acomodo como puedo entre los mil envases que se pelean allí abajo y hago lugar en el estante sacando todos los artículos de limpieza y colocándolos por familias. El fondo del mueble me espera con un bidón de 5 litros de limpiavidrios sin abrir, listo para rellenar cada uno de los atomizadores que he tirado al reciclador. Lo debo haber comprado hace Dios sabe cuanto, esperando este momento.
Relleno el atomizador vacío y lo coloco al lado del nuevo que he traído del super. Dejo esta vez el bidón bien a la vista. Temo por quienes tengan que cuidarme en mi vejez.
Me sirvo ahora un tema y veo la taza humear mientras guardo la bolsa de las compras. Extrañamente vacía me pregunto dónde habré metido la crema que ha quedado olvidada en la caja del super.
Tendré que aprender a vivir conmigo.






